Por: Elin Emilsson
A la memoria de Ingvar Emilsson
En el verano de 1971, tuve el gusto de participar en un crucero oceanográfico organizado por la UNAM y Secretaría de Marina con mi papá –“Experto de la UNESCO”–, como coordinador de la campaña. Mi reacción cuando me lo dijo –no sé si me lo informó o me invitó–, fue bastante estoica, pero en mi interior, empecé a hacer piruetas de alegría y no podía con mi felicidad. ¿Quién tiene quince años que recibe una noticia así y no se pone a bailar de alegría? ¡¡Quería gritar al mundo entero lo que me iba a tocar!!
Pero, claro, mi respuesta fue parca: “Ok. Solo que yo quiero hacer todo lo que hagan los investigadores, y no debo recibir ningún trato especial”. En perfecta sintonía, papá e hija acordaron que así sería.
La campaña era parte del proyecto Cooperative Investigations of the Caribbean and Adjacent Regions (CICAR), que tenía como finalidad estudiar el Golfo de México y Mar Caribe en Física, Química, Geología y Biología, donde se incluyen pesquerías. También Geofísica e Hidrografía. El recorrido en el buque Virgilio Uribe de la Secretaría de Marina acondicionado para la campaña nos llevó de Veracruz, de donde zarpamos, hasta Isla Mujeres, y de regreso.
La rutina de cada día, era básica: navegar a los puntos predeterminados, parar el buque, y mientras éste estaba a la deriva con los motores apagados, echar al mar una serie de botellas Nansen que estaban amarradas a un cable metálico de manera equidistante, y cuando el cable ya estaba completo en el mar, las botellas se cerraban, pudiendo obtener, así, muestras de agua de diversas profundidades. Enseguida, se regresaba el cable a su lugar, y se tenían que extraer las muestras, y procesarlas para los diferentes propósitos de medición de temperatura y de salinidad y otros que no recuerdo. Tomaba cuatro horas de viaje entre un punto y el siguiente, y todo el proceso de bajar y subir el cable era de dos horas, y además, procesar la información, tomaba otras dos horas.
Alberto Vázquez de la Cerda, el enlace con la Secretaría de Marina y segundo coordinador de la campaña me confirma:
“Estudiábamos las masas de agua para conocer su densidad. Obteníamos: salinidad, temperatura y oxígeno disuelto; de una manera muy ingeniosa, termómetros-protegidos y los no-protegidos, sabíamos la presión y con ello la profundidad.
En el cable hacíamos dos calas: en la primera poníamos botellas cada 2, 10, 20, 30, 50, 75, 100, 150, 200 y 250 metros. La segunda (profunda) a 300, 400, 500, 600, 800, 1000, 1200 y 1500 metros a lo largo del cable. Por la inclinación del cable, llegábamos a un poco más de 1200 metros de profundidad.
Eran entre 50 y 55 estaciones, en un periodo de 15 días en el Golfo de México, y luego otros 15 en el Mar Caribe.”
Periódicamente, nos tocaba despertarnos a las cuatro de la mañana, cosa que hice gustosamente. Pero una vez, por más que tocaron a la puerta del camarote, no reaccioné, y me dejaron seguir durmiendo. Cuando desperté y me di cuenta de lo que había ocurrido, tuve el ataque de furia más importante de mi vida. ¡¡¡Cómo podían haberme dado un trato preferencial!!
A mi papá lo observaba de reojo. Su mirada era ubicua, y a la vez respetuosa. Pero era evidente que su palabra era la que valía. No daba órdenes, no hablaba mucho, pero estaba al pendiente de todo. De repente, se formó en algún lugar del Caribe una tormenta tropical llamada Cloe, que amenazaba con convertirse en un ciclón. Había mucha conmoción a bordo, y un impulso de regresar a puerto seguro. Pero mi papá analizó la situación con cuidado, y determinó que debíamos seguir el curso normal, cosa que se hizo. Yo disfruté estar en la proa con las olas enormes que hacían que el buque se levantara y luego cayera estruendosamente, una y otra vez, durante horas. Quizá la seguridad de mi papá era lo que hacía que no me diera miedo estar ahí. Eventualmente, como lo había predicho, todo se calmó, y seguimos el curso normal.
En Isla Mujeres, donde nos quedamos algunos días, aprendí a bailar cumbia y ahí vi a mi papá más relajado. También fuimos a nadar a unos arrecifes con esnórquel y paletas. De acuerdo con Vázquez, mi papá consideró que, en el sur de Isla Mujeres, la corriente nos llevaría hacia el Norte, pero no contó que el exceso de agua entrante por el canal, hacía una contra-corriente que nos llevó mar afuera. Al mismo Vázquez le tocó rescatarnos en la lancha. ¡Ese incidente sí nos dio mucho susto!
Para que él mismo admitiera su preocupación, nos indica que el peligro al que estábamos expuestos y, también, que a veces se podía equivocar.
En ese viaje vi a mi papá en acción profesional. Confirmé su capacidad de organización, su comprensión de las cosas, su conocimiento de la materia, su cuidado con cada detalle. También confirmé su capacidad de reaccionar ante la adversidad con sabiduría, precaución y responsabilidad. Creo que su presencia transmitía tranquilidad y seguridad a todos. También vislumbré su humor un tanto irónico cuando, tratando de comer una tostada de pollo, no lograba hacerlo sin que se rompiera. Reaccionó con un “aquí les gusta divertirse con el arte de comer tostadas, ¿verdad?”.
En el hospital, muchos años más tarde, cuando no mostraba apetito después de una intervención quirúrgica, y los doctores le insistieron que comiera, su comentario fue: “La dieta blanda es lo más duro que hay.”
Fue un privilegio poder convivir con mi papá durante toda mi vida, hasta que nos dejó, hace cinco años. Para mí, una de las enseñanzas más importantes que obtuve de él se resume con una frase que cuando él la dijo, se convirtió en mi lema de vida:
“Quién no es grande en lo pequeño, siempre será pequeño en lo grande”.
Con qué personaje más apasionante te tocó vivir, Elin.
Y las anécdotas que cuentas nos permiten conocerlo en lo íntimo, nos dejan ver su filosofía de vida, divertida y profunda, transformadora.
Gracias por compartir los recuerdos de tu padre.